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Se supone que son los últimos asiáticos que llegaron a la región a través del estrecho de Bering.

Esquimales viven hoy en sectores de Alaska; en el Ártico este del Canadá (isla Baffin, bahía Hudson); en Groenlandia, a donde llegaron en su última expansión. Pero apenas quedan vestigios de aquel hombre primitivo, del comedor de pescado crudo, del legendario habitante de El país de las sombras largas.

Incluso los que inspiraron al autor de esa célebre novela viven en casas o carpas multicolores, con cocinillas a petróleo, con alimentos envasados, con parcas made in Taiwán.

Habitan Thule-Qanaq, extremo norte de Groenlandia, lugar al cual los daneses y norteamericanos no dejaban acercarse a la prensa en los años más calientes de la guerra fría. (¡Había instalaciones de cohetes junto a estas aldeas recién salidas de la Edad de Piedra!).

¿Cuántos son los esquimales de hoy?

Nadie lo sabe con certeza. Talvez unos 100 mil. De ésos, el 1 por ciento sigue viviendo como gitanos del Ártico. El resto habita casas como cualquiera de las nuestras, manda a sus hijos al colegio, trabaja en la pesca, la caza, el comercio, el turismo o la administración pública.

En vez de caminos, para visitar las caletas hay que usar transporte marítimo (regular aunque escaso) y una extensa red de macizos helicópteros de pasajeros, que unen casi todos los puntos de Groenlandia.

Cada día abundan más los trineos a motor, pero aún se usan con perros para los viajes a lugares relativamente cercanos. O para salir de caza.

¿Qué conservan entonces de sus costumbres ancestrales traídas de la Siberia o quizá de qué helado lugar del Oriente?
Muy pocas cosas. Entre ellas, su resistencia al frío, su amor por la caza de la foca, la morsa, del oso blanco, del caribú (reno con otro nombre). Pero han cambiado la flecha por el rifle.

Sólo los más pobres comen carne descompuesta de foca o de morsa. El resto ya tiene su provisión de conservas, que las mujeres cocinan con destreza.

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